3 de enero de 2010

La baliza


Había llegado el día, podía sentirlo en la anticipación que se adueñaba de todo su ser. Siempre empezaba de esa forma, una oleada de certidumbre y esperanza que la invadía hasta desbordarse en ternuras, dejando a su corazón anhelante de nuevas sensaciones. Había llegado el momento de lanzar de nuevo su baliza. Hasta entonces el miedo al dolor, a una nueva pérdida, la había hecho replegarse en sus silencios, en su soledad, protegiendo lo más sagrado de si misma: su intimidad. Nadie tenía permiso para franquear esos muros y así, pasaban de largo aquellos seres que la observaban, a la espera de su despertar.

Pero al fin el dolor amainaba, como lo hacen las tormentas, y a pesar de algunos mástiles rotos, de alguna vela desgajada, el navío podía seguir navegando, rumbo a las cálidas costas del amor. Con cuidadoso detalle dibujó en su baliza trazos que condujeran hacia ella a quien fuera capaz de descifrar sus enigmas. Con los años los trazos eran más y más complejos, la trama más difícil de desentrañar, y las posibilidades de encontrar a alguien capaz de comprenderlos disminuía, pero a cambio, la exquisitez de las presencias que se acercaban a estudiar su baliza cubrían con creces la merma de oportunidades. El paladar se vuelve exigente con los años, cuando la saciedad del exceso impone su criterio, y con el tiempo aprendemos a discernir qué es lo que realmente queremos, y qué es lo que nos llena y satisface.

Algún curioso parecía acercarse a su baliza. Sus trazos dorados sobre fondo arcilloso llamaban la atención, la elegancia de su diseño y lo intrincado de su esbozo atraían a almas inquietas y curiosas, ávidas de profundidad y contenido, hastiadas de las balizas multicolores al final vacuas e insustanciales. Alguno incluso se permitía rozar sus relieves y sentir el hormigueo y la calidez que tal contacto prodigaba, adueñándose de él el ardor de la codicia por envolverse más aún en esa tibieza obsequiosa. Ella podía sentir esos roces en las lindes de su corazón, el cosquilleo de la aproximación curiosa y se preguntaba si habría alguien suficientemente arriesgado para penetrar en las capas profundas de su baliza. Sabía que debía ser alguien osado, temerario, porque el abismal relieve de su mundo interior podía amedrentar al más aguerrido de los exploradores.

Pero no iba a permitirse desfallecer, porque esta vez estaba dispuesta a no sucumbir a la comodidad de la imitación, a la seguridad de la complacencia sin límites. No era necesario para su corazón bondadoso volcar todo su contenido en un pozo sin fondo. Estaba convencida de que podría encontrar otro corazón pleno, que buscara compartirse en los deleites de sus emociones. Y fue entonces cuando apareció.

Engalanado de prestancia se acercó a su baliza. Ella contuvo el aliento al entrever la gallardía de su porte, preguntándose si resultaría atrayente el diseño de su baliza para alguien de su apostura. No tuvo que esperar mucho para notar los primeros roces en sus relieves más expuestos, recorriéndola un cosquilleo ansioso y esperanzado. Su toque era refinado y delicado, como las olas de un suave mar en calma que se acercan a la orilla de la playa a besar las dunas de la arena. Durante días esas caricias en los resaltos de su ser la enaltecieron de deseo por conocer a quien, con tal afecto, revivía las mortecinas ascuas de su feminidad. Poco a poco esas ternezas iban alcanzando el borde de la sima y ella contuvo el aliento, inquieta por averiguar si el arrojo del aventurero se vería sobrepasado por la magnitud de la hazaña a la que se enfrentaba. Para su inmenso regocijo, este avezado y experimentado viajero, conocedor de mil y una balizas, buscaba un lugar que le proporcionara el solaz de la comprensión, la ternura de la bienvenida, el alivio a sus cansados pies, que llenara sus tristes soledades de risas y que potenciara sus más secretas inquietudes creativas. Y lo que para otros pareciera un barranco de peligrosa inclinación y sin fondo, él podía divisar un valle próspero y fértil, surcado por las aguas sinuosas de un arroyo cantarín y alegre, lleno de vida, que proporcionaba calma al sediento, y alimento al que en sus lindes se estableciera.

Y es que no importa cuan escondido esté ese mundo interior, si dejamos piedrecitas blancas en el camino y algunas viandas para los viajeros osados, la curiosidad les impulsará a seguir andando. Pero si al final del camino no hay un valle verde, de campos sembrados prestos para la cosecha, donde luzca el sol incluso entre los nubarrones de tormenta, donde al final del día un arco iris surque el cielo despejado, nadie en su sano juicio se aventuraría a construir su hogar en un páramo yermo donde, con total seguridad, perezca de inanición.

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