12 de febrero de 2010

Ella... y yo

Lleva un rato siguiéndome, la veo por el rabillo del ojo cuando me detengo delante de un escaparate. Intenta esconderse de mi, asomándose tímidamente cuando cree que no la miro. Caminamos parte del camino juntas, siempre unos pasos por detrás, es lo que le han enseñado, a no molestar, a pasar desapercibida, pero es difícil que lo haga. Su presencia se hace notar aunque solo sea por las cicatrices de su rostro, señales de decisiones tomadas en el pasado, algunas de ellas muy difíciles, algunas de ellas insoportables. Finalmente me detengo, me crispa los nervios que se mantenga a esa distancia, cuando en otro tiempo fuímos tan próximas.

- Vamos, sabes que te he visto desde que salimos de casa, deja ya de jugar a las escondidas y ven a mi lado.

Ella niega con la cabeza, mirando al suelo. Le tiendo la mano, sé que no dará ni un paso sin mi ayuda, siempre ha sido así.

- No temas, nadie puede verte ni criticarte, y eso también lo sabes.

Una sonrisa traviesa traiciona su aparente inocencia. Lo sabe, no hay nada que ella no sepa. Es lo que tiene dejar de existir, que se llega a la comprensión de las cosas sólo por ser. Esta vez su mirada es clara y limpia, me mira de frente, con un brillo de orgullo. Así la recuerdo desde siempre, aunque no siempre fué así. Cuando las miradas burlonas y los comentarios sarcásticos dañaban su frágil sensibilidad, cuando no comprendía por qué complacer a la maestra le ganaba el desprecio de sus compañeros, cuando se esforzaba por esconder quien era, siempre dudando entre crecer o disminuir a los ojos de la gente. Pero como los árboles, una vez que has crecido sólo la enfermedad, o la falta de alimento puede hacerte disminuir, encanijarte de nuevo. Le tiendo la mano, esta vez insistente.

- Vamos, serás bien recibida allá donde voy, no dejas de ser una parte de mi...

Su sonrisa se torna grácil, y el reflejo de mi rostro en la niña adolescente que una vez fuí me devuelve aún destellos de una inocencia interrumpida, cuando te obligan las circunstancias a crecer antes de tiempo. Siempre ha estado ahí, desde que me convertí en una mujer adulta, madura dirían ahora, llevando la carga que la pubertad acarrea, necesaria para llegar a conocerme, para convertir esas cicatrices en piedrecitas blancas que me recuerdan de dónde venía.

Ahora ya puedo mezclarme entre los demás árboles, mecerme al viento de la torpeza, doblegándome ante el error sin romperme. Mi corteza tiene el grosor de lo aprendido, y la flexibilidad de lo olvidado, y formar parte de este bosque de humanidad me fortalece... pero no hubiera llegado hasta aquí sin ella. Finalmente se acerca, y sin pudor ninguno la estrecho contra mi pecho, y en ese momento ella se funde conmigo, porque después de todo, sigue siendo yo misma.

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